El otro día leía en un club de lectura online en el que nunca participo una conversación sobre Un aborto, 8000 pesetas. Parece que ese es mi estado natural: querer ser parte de un grupo, apuntarme, y luego ir por libre, porque no soy capaz de seguir un plan con mis lecturas.
No he leído aún Un aborto, 8000 pesetas aunque me llamó la atención y lo tengo anotado en mi interminable lista de pendientes que por más que tache, no para de crecer.

Un aborto, 8000 pesetas trata sobre el aborto en la época del franquismo en España: cómo se hacía, a pesar de que era ilegal, y las consecuencias para las mujeres de que así fuera. También incluye la situación de las mujeres durante la Transición, ya que el aborto no se legalizó en España hasta 1985. Lo bonito del libro es que devuelve la dignidad de las mujeres que abortaron durante toda esta etapa donde hacerlo las convertía en criminales (al igual que a quienes se los practicaban si no eran ellas mismas) y pone nombre a quienes las ayudaron.
Tanto personas como asociaciones son reconocidas por la autora: es un acto de decencia y de justicia, aunque llega un poco tarde para muchas de las personas que actuaron como héroes y heroínas de lo doméstico.
El problema para mis compañeras de club era que cuando llega a la época más reciente, todo el detalle que tienen los capítulos anteriores desaparece. En 2014, la Ley del Aborto española se vio en peligro de retroceder décadas debido a que Alberto Ruiz-Gallardón, Ministro de Justicia en ese momento y miembro del Partido Popular (PP), quiso volver a implantar la ley previa de 1985.
La nueva ley, vigente desde 2011 (y que ha sido actualizada a posteriori, tanto para bien como para mal), eliminaba los requisitos que la ley de 1985 exigía de cara a la interrupción del embarazo. Previa a la reforma de la ley, una mujer solo podía interrumpir su embarazo en caso de ser fruto de una violación (la cual debía ser denunciada previamente, así que figuraos cuántas mujeres podrían abortar bajo esta premisa si aún hoy en día el número de denuncias se estima mucho menor al número de violaciones), si suponía un riesgo grave para la salud física o psíquica de la madre o si el feto tenía malformaciones graves. Todo esto, claro, tenía que ser verificado por un médico, que podía tener sus propias ideas acerca del derecho al aborto.
Recuerdo la aprobación de la nueva Ley del Aborto, que fue toda una revolución en su momento. Parece increíble que a esas alturas la decisión sobre el cuerpo de una misma todavía fuera tan precaria. Aunque sabía que lo que se había conseguido era un gran avance porque ya había empezado a moverme por entornos feministas, es ahora que realmente comprendo la importancia de esto: el blindaje del derecho a ser dueñas de nuestro cuerpo que supone que no haya que alegar ninguna razón para abortar, que valga con querer hacerlo, y que esté contemplado en la ley que la decisión (incluso para niñas de 16-18 años) es solamente de la afectada, es decir, que no se le pueda hacer campaña antiabortista antes de que tome la decisión. Siento cómo un peso -invisible, pero siempre presente- desaparece.
Un error, un accidente, una agresión, no me va a costar mi futuro, mi vida.
En 2014 Gallardón dijo que quería dar marcha atrás en la Ley del Aborto. No solo volver a la de 1985, sino hacerla incluso más restrictiva: la mujer solo podía abortar en caso de violación en las primeras 12 semanas, o en caso de riesgo alto para la salud física y psíquica de la madre, que debía estar valorada por tres profesionales distintos. Cada uno con sus ideas sobre el aborto, claro. Hecha la ley, hecha la trampa.
Creo que volver atrás más de 30 años en la ley muestra en sí mismo lo ridículo de la propuesta, denominada ya en su día «contrarreforma«. Es darnos la razón de manera cristalina a quienes afirmamos que el PP es retroceso. En 2014 yo tenía 19 años. Aún era jovencísima, demasiado para comprender plenamente la gravedad de aquello, pero lo suficientemente madura como para asustarme, asustarme de verdad. El peso que ahora libero cada vez que pienso en el tema, en ese momento estaba amenazando con asentarse de manera indefinida sobre mis hombros. Y eso justamente es lo que la regulación restrictiva del cuerpo de las mujeres tiene como objetivo.
En mi infancia todo lo político siempre había ido bien, o al menos así lo recordaba yo. Pensaba que el mundo era lógico y que, por tanto, aunque igual que en cualquier historia existían los antagonistas, siempre ganaban los buenos.
Ahora soy consciente de que rara vez la división entre malos y buenos es tan sencilla, no tanto porque los malos sean menos malos, sino porque los buenos no son tan buenos. Al menos para las mujeres.
La primera vez que ganó, que yo recordase, el PP en Madrid, me quedé a cuadros. Desasosegada, no quería ver las noticias, me costaba comprender lo que sucedía. Mi mundo se había desmoronado.
Aun así, yo no veía directamente las repercusiones de sus políticas en mi carne. Los recortes en sanidad y educación vendrían más tarde, cuando la inocencia de la niñez se me había desprendido. Pero incluso entonces, los recortes sonaban muy abstractos. Las cosas en los hospitales y los colegios empeorarían, y eso era una tragedia en sí misma, pero seguiríamos teniendo coles y hospitales. Perduraríamos, yo seguiría aprendiendo porque era lista y eso nadie me lo podía quitar, y era joven, así que apenas había pisado el hospital y lo más grave que me había pasado era que se me había dislocado el hombro una vez.
You live and you learn.
Pero el tema del aborto no era un retroceso abstracto. El cambio era claro: de una existencia con poco miedo -porque el miedo al embarazo sigue más que presente, ya que nadie quiere abortar, aunque los medios conservadores de vez en cuando pinten un cuadro de la mujer que aborta que haga parecer que sí; y la vergüenza sigue impregnando para muchas la declaración «quiero abortar»- a una sexualidad gobernada por el temor. Mi mundo se volvió a desmoronar: no solo podían ganar los malos, sino que podían condicionar tu vida a niveles sobre los que no sabías siquiera que debías preocuparte. Por suerte, es difícil rendirse a un retroceso tan grande cuando tu vida sexual en pareja ha comenzado bajo el amparo de una ley más garantista, como la de 2011.
Dos razones asépticas para garantizar el derecho a terminar un embarazo, deseado o no, se quedan escandalosamente cortas para cubrir todas las razones por las que una puede quedarse embarazada y no querer o poder tener un bebé.
No sabía entonces yo ponerle palabras a eso, pero sentía el miedo de todos esos grises que quedaban fuera de una ley anticuada. Sentía el miedo, por ejemplo, de aquellos supuestos que entonces no comprendíamos como violación, pero que lo eran. Presión, manipulación, coacción verbal. El miedo a que el preservativo fallase. Durante una barbaridad de años he mantenido relaciones sexuales con preservativo con mi pareja más que estable tomando la píldora porque tenía pánico a que uno de los dos métodos fallara. Nadie quiere abortar, es un recurso de última instancia. Solo hace falta escuchar las historias de las mujeres que pasan por los centros. Algo que los hombres rara vez hacen, mucho menos los conservadores.
Los hombres leen, escuchan y ven a otros hombres en parte como medio de protección contra el horror que ellos mismos causan.
Mis compañeras del club de lectura estaban indignadas porque Un aborto, 8000 pesetas pasa muy por encima de este último evento. Gallardón no logró dar marcha atrás a la Ley del Aborto de 2011, aunque unos años después el PP quitó la cláusula que permitía a niñas de 16-18 años abortar sin el consentimiento de sus padres o tutores legales. Frente a los detalles y la dignidad de las historias del franquismo y la Transición, el triunfo feminista de 2014 no incluye nombres propios.
El retroceso de la Ley del Aborto propuesto por Gallardón no se paró a base de una presión abstracta. Se paró gracias a la presión ejercida por ciudadanas y ciudadanos como yo, que protestaron en manifestaciones multitudinarias. Y por la presión también de asociaciones y de las propias diputadas del momento. Quizá un libro que cubre una historia tan larga no pueda enunciar el nombre de todas y cada una de las personas involucradas en ponerle la zancadilla a un paso hacia atrás como el que quería Gallardón, pero seguro que hay nombres propios de grupos y de personas que se podrían haber destacado.
Como digo, no he leído Un aborto, 8000 pesetas y no voy a cometer el error de desestimar todo el libro por un detalle al final. Sin embargo, creo que merece la pena indagar en la historia del aborto más contemporánea. La historia del intento de reforma de 2014 nos recuerda que incluso en el mundo más actual nuestros derechos siempre están en tela de juicio, pero que los pasos hacia atrás no son inevitables.
Cuando nos ponemos de acuerdo, podemos incluso con la cúspide de uno de los sistemas más misóginos que existen: la justicia.
Estos ejemplos de lucha feminista cohesionada son esenciales para que, en este tiempo de conflictos internos enquistados, recordemos que solo podemos ganar si nos unimos para avanzar allí donde pensamos igual. Sí, pensamos distinto en ciertos puntos de gran relevancia. Pero pensamos como poco muy similar en temas como la violencia de género, la precariedad y la pobreza femenina, las ayudas a la maternidad, etc. En 2014 no retrocedimos en nuestro derecho al aborto porque la ola feminista era joven. Estábamos contagiadas por la ilusión de reconocer que no estábamos solas, que podíamos cambiar las cosas para mejor.
Que no se nos olvide cuál es nuestro foco.


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